Reminiscencia

Es lo que me queda, lo que intuyo.

A mi padre le gustaba ponerse la camiseta del revés. Decía, o más bien, aseguraba, que le quedaba bien. También afirmaba que cenar en calzoncillos era bueno para la salud. No sé si para la física o la mental. Si para la primera me resulta improbable, para la segunda, todavía más. Pero esto no importaba. Realmente, nada era necesario para emitir un veredicto irreprochable. Sí, mi padre siempre aseguraba; al igual que aseguró su padre. “Os aseguro que no hay ni habrá mejor película que El Secreto de sus Ojos, de José Campanella”. Es lo que más le gustaba aseverar.

Cuando en agosto nos íbamos al pueblo, mi erudito abuelo se ponía una y otra vez esta película, sin parar. Acostumbraba a verla solo, a oscuras en un sillón señorial. Para encontrarse consigo en esta anhelada soledad, imprescindible de cara a disfrutar de la mencionada obra maestra, se subía a la alcoba más elevada. En ella nadie le molestaba. El ruido y lo mundano quedaban abajo de la especie de corral de comedias donde habitábamos.

En “la habitación de la visualización”, como satíricamente la llamó mi madre, no había decorado ninguno: tan sólo el sillón, el casete, la televisión, el mando de la misma y una caja en una esquina de vedado contenido. Estaba tapada por un mantel al que se le debió dar más uso del debido.

A esta especie de cueva altiva, daba único acceso una destartalada escalera que iba rodeando, con distancia prudencial, a tres cerdos colgados del techo, por sábanas blancas cubiertos. Es por esto, que yo nunca subía, aunque muchas veces me insistían en que viese con él la idolatrada película.

Mi abuelo me caía muy bien, pero es que esos tres puercos me daban tantísimo miedo que no podía acompañarle. Los miraba de lejos y me dejaban tieso. Todavía salpicaban sangre al suelo, como todavía hoy salpican de espanto mis sueños. Creo que hubiese sido mejor para mis nervios que no los hubiesen envuelto. No siempre serían los mismos tres, pero no sé por qué siempre había tres.

Desde abajo, mientras jugaba, escuchaba risas. Muchas risas. ¿Las suyas? No lo sé. Mas no eran sonidos sinceros de estar disfrutando de verdad. Eran como repentinas risotadas histéricas, y frías, injustificadas y desalmadas. Una cruenta pesadilla para mí, que nada me reía.

Por la carátula, desde que la compramos, había adivinado que ese filme no era de comedia. No entendía por qué se lo pasaba tan bien, o tan mal. Pero cada vez que miraba arriba me daba la impresión de que era ese trío infernal de porcinos los que se estaban tronchando de mí a carcajada limpia. Y yo no podía hacer nada. Nada más que temerles.

Como no podía ver la película, pues aquellos tenebrosos animales sanguinolentos me alejaban de ella, le pedía a mi abuelo que me la contara. Y como él siempre se negaba en rotundidad, porque tan sólo me contaba historias de la familia, fui más listo y le pregunté que por qué le hacía tanta gracia. Entonces, para contestarme, no me habló concretamente de la cinta, pero me contó algo que tal vez fuese por lo que yo realmente le inquiría. Tal vez aquello que necesitara saber. Sin duda, una cosa que mi abuelo necesitase contar. Algo que no le había contado a nadie. Algo que no sé si se habría inventado.

Me habló de una novia que tuvo hace años. Años antes de conocer a la abuela. De un día en concreto que acudieron a la gran pantalla a ver El Secreto de sus Ojos. Ricardo Darín era, por aquel entonces, su actor favorito; y Soledad Villamil, su amor platónico.

Según él, fue una noche maravillosa. “¡Todo había sido perfecto!” Me explicó como volviéndose a enamorar de nuevo. Como presa de uno de esos anhelos imposibles en los que todavía ciegamente creemos. Todo, salvo por un pequeño, casi diminuto, detalle. Me confesó que, antes, tenía un defecto terrible por el que todo se torció. Una debilidad vergonzosa que hizo nido en su interior y por la que aquella relación no salió adelante.

– Por aquellos tiempos, querido nieto, no sé bien cómo explicártelo… pero, en fin, yo tendía a humanizar a los animales y a los objetos inanimados. Me parecía que todo, absolutamente todo, tenía sentimientos y que, además, era consciente de ellos. Todo para mí era sensible: la comida, la ropa y ¡hasta las motas de polvo! Muerto o vivo o sin jamás una vida, todo sentía.

Con la mala suerte de que, en “la noche de las noches”, durante la proyección de la mayor obra cinematográfica jamás realizada, a pesar del sumo cuidado que ponía, se le había caído una palomita.

Al acabar, cuando salieron, me contó con signos de evidente arrepentimiento, que volvió a pasar con una excusa estúpida para ver si la encontraba. “¿Qué haría sola en la sala?” Sólo de pensarlo se agobiaba y notaba que no podía continuar. No ya hacia la cena prometida, sino que no podría seguir en la vida. No era capaz de razonar. Incapaz simplemente de olvidar e irse a cenar con su novia. “Ella tuvo que ser tu abuela”, esto repetía siempre que la mentó. Pero nunca jamás me la describió, nunca jamás me dijo cómo era, ni dónde se conocieron ni por qué se enamoró de ella. Tan sólo que era muy buena. La más buena.

Pero es que, en su cabeza, aparte de la monomanía, incurable ya, de imaginar cómo habría sido su vida con Ella, estaba el esfuerzo infatigable por dilucidar cómo habría sido la palomita. No podría haber sido una cualquiera, vulgar, sino una de las buenas: pequeña, casi diminuta, pero perfectamente hecha; con salientes risueños como orejas, dicharachera, una carita tierna; al punto de sal. Y ahora, se perdía sin decir nada en esa sala a solas a oscuras, a expensas de ser pisoteada en la sesión postrera. O igual todavía la llevara en un pliegue de su ropa. No lo podía saber. No decía nada. Estando todo tan ennegrecido, no podía estar seguro. ¡Y ella no decía nada!

Únicamente, había notado cómo se le había resbalado traviesa e inconsciente por el brazo. Luego, nada.  ¿Por qué no había gritado? ¿Por qué no le había llamado pidiéndole auxilio? Así, la habría encontrado. Pero no dijo nada… No pudo. Tan sólo pudo callar.

Quizás, con suerte, ella ya no sufriera más. Quizás ya le hubiera llegado el final, la oscuridad en calma, la paz. Por contrapartida, él habría de vivir una oscuridad sin sosiego, una vida sin vida, un desconsuelo. Calvario demasiado anticipado.

Finalmente, se rindió. Su mente, irreversiblemente inquieta, se consoló pensando que no había sido culpa suya. No sucedió que la hubiera cogido y se le hubiese escurrido camino de su boca. ¡No! Esto nunca le habría ocurrido. No se lo habría podido perdonar ni en mil y una vidas. ¡Con lo precavido que era!

Lo que había acontecido es que el chico que les había vendido las palomitas era muy hábil y reciclador. “¡En el colegio me enseñaron a reciclar!” Bramaba contentísimo y muy satisfecho de sí mismo. “En mi familia somos todos igual y nunca se desaprovecha nada”. Muy bien. También le enseñaron a ser un patán que, con tal de no tirar un insignificante cubo de cartón, que se le había roto por debajo por pretender asignarle más palomitas de su capacidad, lo que se le ocurrió fue hacer con él un cucurucho.

Evidentemente, este gesto a mi abuelo le pareció soberbio. Toda una maravilla que alabar. Y así lo hizo, aplaudiendo muy convencido mientras observaba al joven culminar su hazaña artística, contagiando al resto de los que estaban a la fila y llamando a una gran ovación final. Fue toda una experiencia estética. Un instante catártico común, compartido.

Aunque sé, que lo que más celebró mi abuelo no fue la destreza, sino el hecho de que no iba a tener que presenciar cómo perdía prematuramente la vida ese cacho de cartulina. ¡Antes de haber cumplido su función vital! ¡Qué horror! Un espanto tan grotesco como lo sería ver a una persona morir sin haber llegado estudiar… sin haber llegado a trabajar en nada… sin haber encontrado el amor… tenido siquiera una cita con él.

¡Y ese buen chico ahorrador le había salvado la vida! Pero claro, la obra de arte tenía un desperfecto, derivado lógico de su rapidez e improvisación. Y es que el inesperado cucurucho no estaba cerrado a cal y canto por debajo. El pizpireto cono invertido acababa en un agujero pequeño, casi diminuto; pero que fue suficiente para que se escapara aquella palomita traviesa, firmando así su perdición.

Con el paso del tiempo… ¿pudo ser esto para mi abuelo una vida injustamente perdonada que acabó con otra que sí merecía esa vida? Y encima él era el que más había aplaudido. ¡Qué vergüenza! Es que se había desquitado en el aplauso. Se le habían puesto rojas las manos y hasta las orejas. Se le salió el pañuelo blanco del bolsillo de la chaqueta. Había liberado de golpe, como una saeta disparada de dentro hacia fuera, toda la tensión de sus pacientes jornadas de becario en el banco durante la semana.

Puede ser que fuese esa injusticia, porque mi abuelo me dijo que, cuando el chico le entregó en mano a Cucurucho, con sus dos vivos ojos de monedas de chocolate y una ingenua sonrisa a rotulador bordada, con su recién hecho peinado rizado, al que se había atrevido incluso a coronar con unos lacasitos, todo tan cuidado… ya no le gustó tanto.

Cucurucho le recordó en ese intercambio de mano, por contraposición, a otro cucurucho menos simpático. Menos cuidado. Maltratado en un añejo recuerdo muy asqueroso para él. Pero nosotros no elegimos lo que recordamos, ¿no? Yo, por ejemplo, todavía recuerdo a los tres cerdos. Y no quisiera. ¡Desde luego que no! Daría lo que fuera por olvidarlos, por sacar de mi cabeza sus risas esquizofrénicas y maléficas ¡y arrojarlas muy lejos de mí!

Pero la corriente de las letanías no nos trae siempre lo bonito. Es posible que, por esto, a veces, necesitamos de ciertas repeticiones, delirios vacíos que nos distraigan de los recuerdos vomitivos. Y nuestras obsesiones y conductas estrafalarias generarán en nuestros descendientes más remembranzas para el olvido. Que no conseguirán olvidar.

Y este pensamiento retornado mi abuelo no lo había elegido. No, tan sólo lo había vivido y se le había quedado grabado a fuego en el fondo. Porque sé que a su abuelo le hacían un cucurucho de papel en cada uno de los largos viajes al pueblo. Y en este casero recipiente, el intrépido pariente escupía y escupía los gargajos que le trepaban decididos por la garganta como Gremlins. Y, como le gustaba entonar una canción de su tierra gallega en voz alta, y antes en los viajes siempre había uno que se arrancaba a cantar y los demás le coreaban, aprovechaba las pausas para regurgitar. De manera que el último tono era siempre carrasposo.

En estas expediciones para los anales, iban cuatro o cinco familiares atorados en la parte de atrás de un Seat 600 blanco. Quedando todavía espacio para algún autoestopista. “Antes la gente se ayudaba”. Era esta la frase favorita, que no faltaba en las sobremesas.

Mi abuelo me decía que, a pesar de todo, la peor parte del pastel no se la llevaba él, sino su hermana. Él, al menos, viajaba en el lado derecho pegando a la ventana. En cambio, a su pobre hermana le tocaba ir entre el escupidero humano y su abuela. Ésta, en las curvas, era muy espabilada. Sabía sacar los codos de tal manera que no se la fueran a echar un poco encima, debido a la fuerza centrífuga, y la incomodaran. No le importaba estar hincándole el hueso del codo sin piedad a su nieta en las costillas. Porque a ella no la podían rozar. Era un ser sumamente irascible.

Cualquier tipo de contacto humano, animal o herbáceo desagradaba y molestaba sobremanera a su abuela. Todo la desplacía. Era mala. Y muy egoísta. Y creo que disfrutaba sin igual siéndolo. Y era muy sorprendente e hilarante ver cómo con mucho gusto se metía una y otra vez con el egoísmo de los demás. Decía “aprovechados siempre ha habido, hay y habrá. Hay que dejarles que se pudran en su propia ciénaga”. No tenía parangón.

Este ser, lo que tenía, era una costumbre. Una curiosa rutina: dejaba la maleta hecha un mes antes de los viajes. Y se cercioraba de cerrarla bien. La ataba con mil y una cuerdas, haciendo unos nudos marineros que ni ella sabría desatar ni, ¡aunque a ello dedicara su cuerpo y alma durante todo el veraneo! Pero no le hacía falta. Ella dejaba la maleta tal cual estaba, en su cuarto, incólume, a presión y bajo llave dentro del armario.

Nunca echó en falta absolutamente nada de lo que metía en la maleta. Dado que, en una bolsa de plástico separada, era donde llevaba una única muda que sí usaba: un sayo que atentaba contra el buen gusto con su color negro húmedo plagado de desteñidas mariposas grises, revoloteando sobre flores tristes.

Lo mejor, es que tampoco se dejaba ver mucho. No salía de la casa, ni prácticamente de la cama. Aunque tenía un día a la semana en el que reparaba en una excepción a su hacer diario. Un día conocido por sus hijos y todos sus nietos. Este era el afamado “día de la purga de la abuela”.

En este acontecimiento familiar, se tomaba una pócima, para desalojar hasta las vísceras si se descuidaba, y se sentaba en una silla al lado del cuarto de baño. Aquí aguardaba todo el día, sin pestañear. Si pasabas a la cocina, se la veía esperar al fondo del pasillo, con su sombra, adrede siniestra. Su objetivo, estar cerca del retrete. Aun así, había no pocas veces en que la llamada de la naturaleza debía apretar muy fuerte, tan incontenible que no le daba tiempo a llegar a la taza.

Pero no piensen que nada de esto era lo peor. Una persona no es rechazada simplemente por cómo es, ni por sus manías, por ilógicas que sean, ni por tener que limpiar el aseo de sus heces. Una persona es querida o no por cómo trata a los demás. Y, por encima de todas sus taras, mi tatarabuela era una persona que odiaba de una forma incombustible. No tenía a nadie que se le acercara. Su nivel era olímpico, inalcanzable. Odiaba a sus hijos y nietos, odió a sus padres, odiaba a su marido con todas sus fuerzas inhumanas, a todo lo que revoloteaba alrededor. En especial a quien más la quiso. Y no se le daba bien disimularlo.

Al que más odiaba, era a su hijo. Lo odiaba con toda su alma viperina. Odiarlo era para lo que estaba destinada en esta tierra. Desde que nació y lo tuvo entre sus brazos, se dio cuenta de que, eso que le había salido de dentro, era todo lo opuesto a lo que había imaginado. Lo vio feo, débil, llorica y gordo dependiente. Así es como lo siguió viendo su vida entera. Y así se lo hizo saber siempre que tuvo oportunidad. Y sabía sacar oportunidades de debajo de las piedras, odiándolo hasta no poder más. Le había dado la vida, para torturarlo.

A ella misma también se odiaba. Se odiaba hasta morir. Era un odio corrosivo el suyo. Apuesto a que los múltiples ataques de catalepsia que le daban eran causa de su ira infinita. Y más allá de la muerte, le daba un pavor horrendo pensar en la posibilidad de que la pudieran enterrar viva. Estaba obsesionada con esto.

Un día, despertó a su hijo a medianoche y, tras darle un susto de muerte, le obligó a que le jurase que, llegado el momento, habría de atravesarle el pie con un sable para asegurarse a ciencia cierta de que estaba muerta. Y, cuando por fin no pudo más con toda su rabia interna y cerró los ojos para no volverlos a abrir jamás, su acongojado hijo hizo lo dispuesto en el pacto.

Mientras lloraba, le atravesó el pie. Pero no una vez, sino ¡una detrás de otra! Hasta que las plañideras, horrorizadas, tuvieron que llamar a alguien a ver si podía sujetarle. Pero para cuando quisieron llegar los refuerzos, ya no hacían falta. Hubo que enterrarla sin un pie. El hijo se había asegurado bien.

A pesar de todo, mi pobre bisabuelo nunca había dejado de hablar a su madre, nunca cortó la relación con ella. No tuvo este valor. Sólo pudo ensañarse con un cuerpo vacuo cuando supo que ya nada sentiría. Así fue él, incapaz de hacer daño a nadie, ni en un ataque de locura. Todo el daño que recibió en vida jamás lo devolvió. Se lo comió todo. Aguantó y aguantó, y ese pie desgajado fue lo único que le quedó de su madre para recordarle su barbarie e inutilidad.

Y dicen que tan mal está el maltrato como el consentirlo, pero no es verdad. Dejar que te maltraten puede denotar falta de carácter o para tomar decisiones definitivas. No terminar de romper la relación por miedo al cambio o a la soledad… pasa más de lo que parece. Pero esto no es una cosa mala. No es mala como lo era mi tatarabuela, una de esas personas que machacan a otra y no necesitan esconderse para esta actividad. Lo hacen públicamente, a todas horas, sin miramientos, sin cesar, y lo justifican.

Además, hacía gala de un juego psicológico que hilaba con soltura. Siempre que alguien la contestaba o recriminaba, se ponía a dar pena hasta que te hacía sentir mal, o le daba la vuelta a la tortilla con razonamientos crueles que te humillaban. Pero es que era difícil contestarla, muy difícil. Porque se trataba de una mentirosa compulsiva. En todo momento tenía preparada una mentira que se anticipaba como un rayo para fulminar lo que quisieras replicar. Para hacerte pensar que te lo merecías, para que la temieras todavía más. Todo era culpa de tu manera blanda y patética de ver las cosas, de tu perspectiva.

“Te destrozaba”. Literalmente mi abuelo me contaba. Y su padre no pudo dejar jamás de creer que no merecía ser feliz. Desatendió a sus hijos para estar con su inquisidora madre cuando murió “el señor cucurucho”. No paraba de pensar en lo que la quería y en que no era un buen hijo, ni lo sería. Ni un buen padre. No era fuerte para cuidar de nadie. “La abuela nos quiere, lo que pasa es que está enferma. No sabe lo que hace, pero nos quiere. Es importante que no dudéis de esto, hijos míos”.

Pero la abuela sí sabía lo que hacía. Lo sabía muy bien. Y su única enfermedad era la mala leche que tenía. Y este hombre, despojado ya de voluntad, desgraciado, dedicó su vida a querer a un ser despreciable. Se olvidó de su hija, dejó de conocer a su hijo. No quiso más a su mujer. Y ésta, al sentirse abandonada, se fue.

Quizás, por estos recuerdos, que denotaban tan poca sensibilidad por parte de las personas adultas, es por lo que mi abuelo empezó a proyectar sus propios sentimientos en objetos inanimados, como el desdichado cucurucho que se derretía de contener tanta saliva.

¿Por qué no se lo cambiaban? ¿Por qué alargaban tanto su padecimiento? Sólo le hacían uno para todo el trayecto. Llegaba un momento en que el papel se amalgamaba con la mano de tal modo que, de haberla separado del mismo, se habría resquebrajado y aquello hubiera supuesto una eclosión de babas, inevitable. Ya no era el papel, sino la mano la que a duras penas contenía éstas.

Tantísima fuerza seguía ejerciendo sobre mi abuelo este recuerdo que, según recibió a Cucurucho, le entraron unas arcadas bárbaras, que afortunadamente y sin saber cómo, supo controlarlas. ¡Nada podía arruinar aquella noche bendita! Y menos él. No se lo podría perdonar. ¡Fue la palomita la que lo echó todo a perder! Cuando parecía que nada ya podría desbaratar la tan trabajada belleza.

Cuando salió del cine, había pasado tanto rato dentro buscando, intentando rescatar a la pequeña palomita de su inminente soledad, que ya se le había hecho demasiado tarde. Afuera, le esperaba Ella. Su novia era muy buena, como lo fue su hermana, y no le dijo nada. Simplemente que no se preocupara, pero que se le había hecho un poco tarde. No fueron a cenar.

Al volver a casa, empezó a temer que Ella se hubiera percatado de su rareza, su debilidad, que por ésta ya no le quisiera. Porque sabía que era una rareza, pero no la había podido evitar. “¡No lo pude evitar!” Pero ¿por qué la había mentido? ¿No habría sido más fácil decirle la verdad? Si tenían confianza… ¿la tenían? Pero, ¿podría soportar la verdad? En ocasiones, es tan dolorosa que no se puede afrontar. El sueño aquella noche no pudo conciliar. No pasó instante sin fustigarse.

Pasaron unas cuantas noches más sin verse, porque Ella no podía quedar y él se avergonzaba y castigaba cada vez más. Tirado en la cama, se flagelaba, sabía que había sido su culpa. “¡Fue mi culpa!” Y se azotaba en su mente sin tregua.

Cuando se volvieron a ver, ya no era lo mismo. No eran los mismos ojos. Él sólo pensaba en escapar. Ella no entendía qué pasaba. Y fue pasando el tiempo entre silencios…

Se acabó. Lo dejaron. “Es una pena que se separen dos personas que se quieren”, dijo mi abuela cuando se separó mi hermana de su marido, que la pegaba. “Las cosas se rompen cuando se tienen que romper, por algo. Puede parecer una nimiedad, mas, si ha llevado a la ruptura, así se ha de quedar. No hay que querer alargarlo. Hay que saber irse a tiempo para no caer en el rencor ni en la desesperación. Hay que dejar ir”, fue la respuesta severa y demoledora de mi abuelo.

Él no sabía que pegaban a su nieta. La verdad, es que nunca se preocupó mucho de cómo estuviera, ni tampoco de cómo me sintiera yo. Cuando estaba nos trataba muy bien y nos compraba todo lo material que pudiéramos necesitar, o que se nos antojara sin necesitarlo. Mas nunca hizo planes con nosotros. Nunca nos llevó a ningún lado. Parecía que para él todo tenía sentimientos, menos nosotros.

Su reacción firme a la violenta separación, sin ofrecerle siquiera un abrazo a mi hermana, se me quedó incrustada. Nuestro abuelo nunca nos abrazaba. Y él era bueno, rechoncho, ciertamente con aspecto bondadoso de haberse cansado de abrazar alguna vez. Pero era esto, como si se le hubiesen agotado esas muestras de cariño, como si hubiese perdido el sentido. ¿Por qué ese miedo al consuelo? ¿Por qué ese miedo a… reemplazarla, a Ella? Imagino que, como todas las rupturas, como dijo él, también esta fobia suya tendría alguna causa. Una inimaginable, puede ser.

– ¿Así terminó vuestra historia, abuelo?

– Sí, porque no podía seguir. Recuérdalo siempre, nieto querido: hay que saber irse a tiempo.

Hoy, desde la habitación elevada, entiendo por qué me insistió en esto. Porque Ella quiso alargarlo; porque él no se negó. Me mintió y quiso hacer verdad su mentira hasta su muerte. Lo sé por la cinta de grabación que me legó a conciencia tras su fallecimiento, camuflada en la cajita de El Secreto de sus Ojos. Pues, cuando mi abuelo subía a este cuarto apartado y oscuro no sólo se dedicaba a ver esta película, sino que rodaba la suya propia con inexpresivas marionetas de trapo. Su última memoria para mí. Sabía que, de mayor, algún día, me atrevería a subir. Para que me narrara desde ultratumba una historia tétrica que en el cine comienza.

El secreto de la reminiscencia

(Se abre el telón y aparecen dos horribles marionetas)

– ¿Qué ocurre querido?

– Nada, Ella, es sólo que me parece que me he dejado las gafas dentro de la sala. (Dice mientras termina de ocultar sus anteojos al fondo del todo del bolsillo de la chaqueta)

– ¿Las gafas? (Ríe). Pero qué cosas tienes, querido. Si las necesitas para ver a dos palmos y tú eres incapaz de perderte una sola escena de esta película que te tiene sobrecogido. Amor mío, ¿para qué te las ibas a haber quitado?

– No lo sé, Ella, espero no haberlas perdido. Igual me dormí un instante, tal vez tuve un micro sueño y se me cayeron.

– ¿Dormirte? ¿Tú? ¡Pero si cada vez que te miraba tenías los ojos abiertos como un búho!

– ¡Te digo que no lo sé! (Sus movimientos son espasmódicos). No insistas, amor, por favor. El caso es que he salido sin ellas y he de volver a entrar y encontrarlas antes de que ¡nadie las pise y me las rompa! Sabes que tenemos que ahorrar si queremos un día irnos a vivir juntos. No podemos permitirnos gastos absurdos.

– Ve. (Comprende con tristeza Ella)

(Entra raudo en la sala antes de que comience la sesión siguiente. Desoyendo al acomodador que limpia con tesón las butacas, se pierde en la oscuridad de la sala y de su mente. Cuando sale, lo hace acompañado de una tercera marioneta. La cual, sí que es bonita. De cabello largo, negro azabache. Muy bonita)

– ¿Las encontraste? (Le pregunta Ella acusando cierta angustia palpable)

– No. (Responde llevándose las manos estropajosas a los ojos). No importa. Vámonos.

(Pasan los días y la relación se pierde al igual que la palomita…)

El resto que se puede ver en los fotogramas, es la reconciliación que acaba por revelar la mentira. Explica cómo volvieron. Y para hacer perdurar la relación, a Ella se le ocurrió tapar aquello que ya no era lo mismo. Una se puso un mantel blanco sucio (del restaurante cutre italiano en el que hubiesen cenado) para no ver cómo la miraba y otro hizo lo mismo, para no ver cómo le miraba. Así, podrían seguir enamorados como dos personas desconocidas, sin contemplar los defectos de uno y de otra que los llevaron a desear separarse. El amor perdura en lo que no vemos.

O esto creía Ella. Porque sí volvieron al cine, pero ya no podían ver nada. Y ya nunca jamás estuvieron solos. Sino que, allá donde iban, lo hacían acompañados por la tercera marioneta, que también se puso un mantel con manchas blanquecinas por encima.

Esta tercera presencia, que no interviene en ningún diálogo, les incordia y molesta todo lo que puede a las otras dos, como envidiosa. Rencorosa de su amor. Maldiciendo al destino por haber permitido que sigan viéndose, aunque sea a ciegas. Aunque ya ni se quieran ni se acuerden de quiénes eran. Hasta que llega un punto, en el final del corto, en el que ya no se distingue quién es quién. Las tres sábanas se entremezclan como el juego de un trilero maquiavélico. Se abrazan de una en una, las tres a la vez, pero ya no se sabe quién con quién.

El cortometraje acaba en un fundido a blanco. Y en este mismo color, tras un destello, como un disparo de nieve sobre nieve, entra en el cuarto donde me hayo un mantel levitando. Soy capaz de apreciar los hilos amarillos que lo sostienen en alto. Una mano de trapo desprende el manto. No sé qué es lo que aparece debajo, pero tiene el cabello muy largo.

– Hola. ¿Qué haces aquí solo? Tú tienes miedo a la soledad.

– No, eso era de pequeño. Ya no me dan miedo ni la soledad ni las sábanas. Ya no me vendo la cara.

– No, no es verdad. Tú sigues teniendo miedo, mucho miedo. A mí me lo puedes contar. Yo soy la reminiscencia de tu abuelo. He estado contigo desde que te fui a visitar cuando naciste, desde que jugabas en el patio, mientras se rodaba el cortometraje que acabas de visualizar. Yo lo inspiré, aunque ya me haya hecho algo vieja. ¿Sabes quién es la protagonista? No es Ella. No es el joven enamorado. Ella era muy buena. La más buena. Pero Ella no existió. Tu abuelo es cierto que fue al cine aquella noche. Es cierto que vio El Secreto De Sus Ojos y se enamoró. También es cierto que perdió una palomita. Pero tu abuelo no perdió a ninguna novia aquella noche. Su pérdida, la que le dejó marcado, la que me creó a mí, su reminiscencia, viene de hace tiempo atrás. Diez años antes de aquella sesión casi ideal, a la que asistió solo. Viene de cuando él tenía ocho años, y yo también. Nacimos a la vez. No nos parecíamos, pero sí que éramos inseparables. Yo era su hermana melliza.

Los dos, fuimos lo peor para nuestra abuela. Al principio, pensábamos simplemente que no nos quería. Que pasaba de nosotros. Al paso de un tiempo, nos dimos cuenta de que realmente, lo que sucedía, era que nos odiaba. Fuimos el renacimiento de sus celos infinitos para con su hijo. Al que odiaba, al que a la vez creía querer, y por esto más le odiaba.

Pero tu abuelo no era tan peligroso para ella. Yo era más contestona, más entrometida, un poco más inteligente… la tenía más calada y no me daba miedo. Mi hermano, sin embargo, se meaba en los pantalones si se la encontraba de noche aposentada al fondo del corredor. Intentaba pasar lo más desapercibido que podía. Porque también era muy tímido.

Pero, sobre todo, no era tan peligroso porque nuestro padre no le quiso tanto como a mí. Le quería, pero yo era la niña de sus ojos. Su salvación, la única que le escuchaba, que no se reía de él, y que respetaba de verdad su sensibilidad. Porque yo también la tenía. Y esto a su madre la carcomía. Porque había podido alejarle del cariño de su mujer, pero sabía que nunca lo haría del mío.

Un día, siendo muy consciente de esto que te he dicho, entró en nuestro dormitorio a las tres de la madrugada con extremo sigilo. Dispuesta a acabar de una vez por todas con la ternura, despertó a posta a mi hermano y, a los pies de mi cama, hizo una representación macabra con tres marionetas de trapo.

Dos de ellas, se abofeteaban entre sí hasta desfigurarse; mientras, la más bella se descoyuntaba señalando a una y a otra con favoritismo. En realidad, le daba lo mismo una que otra. No apreciaba a ninguna. Tan sólo señalaba a la que, en ese instante de la batalla, pensaba que iba a proclamarse vencedora. Pero, si al instante siguiente cambiaban las tornas, su mano cambiaba la señal con rapidez e indiferencia cruel. No tenía nobleza ninguna, ni corazón.

En el acto final, la bella tomó el frasco de las pócimas, que le entregó en mano abuela, y dejando caer tres gotas de su líquido sobre mi oído, me envenenó.

Mi hermano lo vio todo desde la litera de arriba, mudo. Sin decir nada. No pudo. En toda su desdichada vida, no dijo nada. Y estoy segura de que nuestra abuela jamás temió que nada dijese. Siempre había pensado que su nieto era igual de inepto y cobarde que su hijo.

Cada vez que mi hermano quiso hacer justicia, aquella figura negra al fondo del pasillo se le aparecía en la cabeza. ¡Se levantaba como un resorte de la silla y corría con la furia de la ira! Pero no hacia el retrete, sino ¡hacia él!

Cada vez que quiso destapar toda la verdad de cómo murió su hermana, sufría un ataque de psicosis aguda que se lo impedía. Tardaba lo suyo en recuperarse. Aun así, nunca dejó de intentarlo. Ya en sus últimos años, probó de otra manera al rodar ese cortometraje con las tres marionetas que heredó de abuela. Las que habían servido para acongojarle, ¡servirían años más tarde para delatarla! Esta era su idea, su venganza, no se la esperaba.

Sin embargo, tampoco pudo usarlas para contar lo que tanto necesitaba. Dos de los muñecos ya son tan feos por fuera y por dentro que no pueden expresar ninguna verdad. Son mentirosos acérrimos como ella. Yo soy la única que, aunque ya no siento, puedo contarte lo que me pasó.

– ¿Pero por qué no te usó mi abuelo en su corto para decirlo? ¿Por qué sólo apareces incordiando a las otras dos marionetas feas sin hablar nada?

– Porque mientras él vivía yo seguía atada a su angustia y bloqueo. Yo no quería evitar su amor. No era esta mi intención, sino avisarle de que aquello era una ilusión, de que yo estaba ahí y tenía que destaparme. Que no era Ella, que era yo. Ella no existió, yo sí. Que abuela ya no podía hacerle nada. Ya no tenía por qué seguir asustado. Ya había pasado.

Pero era evidente que, para él, no había pasado ni podía pasar ya. En su último intento, únicamente fue capaz de ocultar con un mantel manchado por sus lágrimas, a la marioneta bonita sin sentimientos. Hasta olvidarse de ella, hasta no reconocer, no recordar lo sensible que su hermana fue. Lo que lo fue él. Lo tapó todo y, sin saber si me abrazaba a mí, a mi recuerdo o a él mismo, sin capacidad para salir del cine, tan sólo pudo echarme más y más de menos.

A mí, su reminiscencia.

IMAGEN: Samuel Martín

TEXTO: Sergio Carro