El Dragón al que llamaba por las noches

No todo tiene solución.

En la tripa del Dragón de La Elipa acabó su vida tal y como la hubiera conocido. La suya y la del cuerpo inerte que sostenía. Esa materia inanimada que había sido su hermano hace nada. Su mejor amigo, que fue de una sensibilidad tan extrema como su gentileza y adicción al amor y a la tristeza. Pero, ¿qué vida tuvo? ¿Qué nueva existencia le depararía ahora? ¿Dónde, en qué frío, habitarían sus sentimientos?

Lo miraba y deliraba. Cavilando sobre qué pasaría si no decía nada. ¿Y si se quedara ahí dentro, con él, hasta el final de los finales? Si todo fuese posible, en un eón paralelo en el que se pudiese subsistir ahí; al tanto que afuera se siguiera oyendo a la muchedumbre pasar miserable con su ajetreo, ellos escondidos felices en el estómago de su Dragón protector. En esa posición adoptada de La Pietà. Parecían destinados a la eternidad.

Pensaba que no necesitaría mayor compañía que la de su hermano, aunque éste sólo fuese ya un cuerpo exánime. Estaban bien. ¿Estaban? ¿O estaba? Por un momento le pareció que su alma se amalgamaba con la de su gemelo. Que seguía vivo. Que en su corazón volvía a nacer y que su latido, lo llevaba como un río por sus venas a todos los rincones de su ser … Lo descubrieron sumido en estos pensamientos. No tuvieron mucho tacto para sacarlo de ellos. También es verdad que no lo habrían logrado haciendo uso de una mayor suavidad. Y en un primer impacto, le fue muy duro regresar al mundo real.

Estuvieron todo el día en el tanatorio. Y toda la noche. Cuando amaneció, le pareció haber estado una infinitud en ese “lugar de mucho llorar”. Mas, para su asombro, a su reciente recuerdo se le representaba como una infinidad placentera. Un sin fin de emociones al que quería regresar. Había lamentado enloquecedoramente la pérdida, pero no se había encontrado mal. Estuvo todo el rato en una esquina, sentado apartado, contra la pared, como castigado. Sintiendo que era el único que realmente conoció a su hermano.

No se creía las lágrimas de los demás, no confiaba en el calvario que todos parecían portar en aquella sala opaca. Las caras eran pesarosas, pero vulgares; y las frases, las mismas de siempre. Todo era como suele ser todo en los seres humanos: repetitivo y rancio. “¿Es que acaso nadie sabe ser original? Si no vas a decir nada distinto, mejor no digas nada”, para sus adentros rumiaba. Y sus adentros le llevaron a rumiar cada vez más y más profundo en ese día fatal. Se fueron enrevesando y volviendo a cada pensamiento más cavernarios. Sus lágrimas, resbalaban por su interior formando estalactitas de un dolor que se llegó a conectar con las estalagmitas de sus recuerdos. Y fue entonces cuando descubrió su verdadera pasión. La que sería motor único e insustituible de su existencia. Su verdadero trabajo y ocupación. Ya no volvería a sentir languidecer los días. Tampoco ya volvería a ser él mismo. O quizás no lo había sido hasta ese momento.

Desde la noche anterior, en la que le dejó su mellizo, sólo había pensado en dejar de ser; por si en la muerte había alguna posibilidad de volver a verle, por si volver a verle calmaba un vacío que esa muerte no había empezado. Ahora, sin embargo, en el entierro, mientras descendía el ataúd, con la misma lentitud y aplomo irreversible le subía una sensación de felicidad turbia y perturbadora. Escalaba involuntariamente, por impulso, toda su persona a una razón que superaría con creces a todas las anteriores. Ascendía como atado de la cintura por una cuerda de la que tiraba una bestia tan ajena a él como cercana. Su existir, hasta este momento, sería recordado únicamente como una mediocre pérdida de tiempo: un vagar vagabundo por el simple hecho de no dejar de vagabundear.

Repasó uno por uno sus sentimientos. Era consciente de algo que no estaba bien. Primero, sabía que lo había pasado peor que ningún ser humano en los intestinos del Dragón, con su hermano derruido en sus brazos. Pero, segundo, en el tanatorio, no había estado mal. De hecho, y aunque le costaba reconocérselo a sí mismo, había estado bien. ¡Peor aún! Quería volver. ¡Lo echaba en falta! Y esto era una falta moral terrible y dantesca. Lo sabía ¡y no le daba igual! Pero él tan sólo quería dejar de pasarlo mal. Y trataba de justificarse a todas horas.

Llegó entonces la pregunta maldita. ¿Cómo volver al tanatorio? En su familia todos gozaban de buena salud. Había alguno que era insoportable, y que a él no le soportaba, mas él no era un asesino. Además, aunque falleciesen todos de golpe, tan sólo acumularía unos pocos, escasos, días de bienestar. Pero su mente le hizo creer que se había dado cuenta de que el tanatorio era el único lugar en el mundo en el que se encontraba realmente bien, seguro y en calma; por lo que se las tenía que ingeniar. Tan sólo quería retornar a ese estado físico y mental. Soñaba con estar de vuelta.

Se le vino a la cabeza, al ver en el cementerio a otra familia reunida y patéticamente acongojada, que, tal vez, pudiese probar a visitar otras salas. Quizás los afligidos no notaran mucho la diferencia. Iba a ser un visitante más. Un actor más. Y puede que nada de esto en lo que se dejaba los sesos tuviese ningún sentido: ni la solución ni su deseo. Pero, al fin y al cabo, los grandes duelos de su vida, nunca lo habían tenido. Nunca por la lógica habían discurrido. Siempre habían estado en su cabeza. No procedían de causas externas, ni tampoco reales. No obstante, la irrealidad trae consecuencias reales.

Se encontraba en una encrucijada mental. No podía entrar en los distintos velatorios siendo siempre el mismo individuo, pues adquiriría fama y le acabarían por reconocer. Pero este ingenioso impostor no perdió mucho tiempo en urdir y perfilar a la perfección la manera de presentarse ante otras familias sin que se le señalase como a lo que era, un extraño. Se tenía que disfrazar. Y una vez se decidió, vio que no era tan complicado.

Sutilmente se maquillaba y se acicalaba. De esto y de ir a comprar el disfraz, era algo de lo que disfrutaba lo inconfesable. De mirarse en el espejo, de los detalles. Se sentía lleno. De ir al campo a recolectar las flores y confeccionar con sumo cuidado los ramos. Todo estaba pensado, premeditado. Era todo un personaje. Le gustaba serlo.

Se preguntaba si sería la primera persona en el mundo en hacer lo que estaba haciendo o si ya se le habría adelantado algún otro espabilado. “No hay nada nuevo bajo el sol”. Esta afirmación del Eclesiastés le intrigaba. Se preguntaba si ciertamente no hay nada nuevo. ¿Sería un genio o un simple imitador?

Cada vez, se presentaba ante los consternados como un amigo o pariente diferente del difunto. Ora era el confidente fiel olvidado de la infancia, ora un viejo amor de verano del que no se supo nada, otrora un compañero de trabajo con el que había dejado lamentablemente de hablarse … Podía ser y había sido ya todos los personajes habidos y por haber. No obstante, necesitaba más para regresar y por esto su imaginación no paraba. Apenas comía. Sólo tres horas dormitaba.

El caso, es que los familiares, con razón, anidaban sus sospechas, pero sin razón las desoían. Pues los personajes eran tan ideales y embaucadores … que no hay nada como querer creer algo para creerlo. Les gustaba el figurante que por sorpresa los acompañaba, y que en ese día pasaba a ser uno más de la familia. ¡No uno más! Sino ¡el mejor! Salía de allí bautizado como el número uno de los allegados. Hasta tal punto que alguno hacía ademán de apearle para sacarle en volandas, pero normalmente también había quien imponía un mínimo de sensatez.

¿Por qué esta embriaguez? Porque les sacaba de golpe y sin esperárselo de su abatimiento. En sólo ese rato le llegaban a tomar verdadero cariño. Querían al personaje; adoraban al personaje; del fallecido se olvidaban. En este mundo de la imagen y el efecto especial, de dientes blancos como la nieve, qué nos importa el que está en el féretro, pudriéndose, si ya no va a ser bello… ¿qué más nos da? Sus dientes, dentro de poco, serán negros.

Curiosamente, era en las salas donde más tragedia se mascaba en las que su presencia era mejor y con más ansia recibida. Donde mayor éxito recogía, parecía que ya le esperaban. Y era en el más afligido de todos los presentes, en el que más interés y atractivo despertaba siempre. Le hacía sentir que por fin alguien le entendía y trataba con respeto sincero a su padecimiento. Se convertía en su héroe. Y un héroe todo lo hace bien. Hasta sus actos más pecaminosos son tan sólo una conducta de purga y reencuentro consigo mismo, que le conducirán sin duda a su heroico destino. Son los “villanos” los que hasta en la pureza trenzan.

Pero, ¿qué tenía esta eminencia para presentarse tan atractiva? Él ya casi no se acordaba de su hermano. Al menos no conscientemente, porque sí que le seguía queriendo, y mucho, y más y más cada día. En cada cámara que visitaba, el mismo amor a él le visitaba. Y esta melancolía se le representaba con dolor las tres horas que dormitaba. Sueños en los que un Dragón le dejaba reposar en su acolchada cola. Sin embargo, cuando este lagarto alado, en apariencia bondadoso, veía que el niño no podía pegar ojo y le llamaba, no le hacía caso. El pequeño entraba en pánico, puesto que la cola del Dragón que le quería y que en teoría le cuidaba se le enroscaba estrechando su centro, en el que estaba y que le guardaba. Comenzaba a apretarle, inconsciente de su fragilidad. Un núcleo que le protegía de los nocturnos animales malvados, y que iba a acabar matándole. Gritaba con todas sus fuerzas, pero el Dragón no se inmutaba, molesto por su blandura. ¿Se daba cuenta? ¿Lo hacía sin querer? ¿Lo hacía queriendo? … Estas preguntas le asfixiaban más que el estrechamiento.

Mas no había tiempo de detenerse en estos sueños. En cuanto amanecía, su pasión le envolvía de la cabeza a los pies. Se secaba el sudor, dejaba el rastro de las lágrimas, se peinaba, se maquillaba y como una celebridad ¡allá que iba con toda su elegancia! A sabiendas de su buen hacer.

Lo que mejor se le daba era llorar. Hay gente que no sabe llorar. Pero este joven tenía categoría. No era un llanto lastimoso, a borbotones y sin decoro. Sino que era el suyo un goteo apacible de lágrimas que manaban y dejaba escapar en el momento más oportuno. Y que secaba despacio cuando la emoción así lo requería. En definitiva, sabía llorar.

Era la cara de la melancolía la que exhibía. De una noble añoranza. Triste, pero no deshecha; sincera, pero misteriosa. Joven, apuesta, enjuta y profunda. Capaz de convencer a quien fuera de que había motivos para la espera de la esperanza, de que el final tan sólo era el preludio. Era el “polvo serán, mas polvo enamorado” de Quevedo encarnado. Su sola presencia hacía ver sentido y futuro en esa ceniza muerta. Era una idea de eternidad entrando por la puerta. Un “volveremos a vernos” cuando salía. Le comparaban con el mismísimo dios griego Thánatos. Y de todo esto se enorgullecía.

Se movía como pez en el agua. Era el amo. Con su traje impoluto, sin una sola arruga de más. Sumamente minucioso. Un señor. Secos los labios, con su desgaste en los mofletes, que le restaría belleza en la edad adulta, pero que lo hacía más estético hoy. A posta enigmático, sigiloso y correcto en todos sus antifaces. Serio, pero poseedor de un muy inteligente y puntual sentido del humor. Podría haber seducido, mas no era su estilo. Para él habría significado una bajeza. Y no quería cambiar nada, pues estaba plenamente satisfecho con la manera en que actuaba, en dulce sintonía consigo mismo. Se veía como a un ser de una alcurnia superior. Poseía un concepto elevado, y un tanto draculiano, del amor. Y tenía sus dudas, pero si eres lo suficientemente idiota o intelectual, puedes solventarlas todas de la misma manera: justificándote. Y corres el riesgo de dejar de sentirte mal por nada de lo que acometas.

Y estaba tan convencido de que era bueno en lo que hacía … y la verdad es que lo era. Da gusto ver a alguien profesional que realiza bien aquello a lo que se dedica. No hay nada como el ego y la confianza para que se inflen tus habilidades. Y la confianza aumenta cuando se hinchan las alabanzas, que no le faltaban. El aplauso llama al aplauso, aunque no se sepa qué se está aplaudiendo. Las palmas resuenan, hacen eco y se contagian. Y el problema es que este personaje nuestro acabó concluyendo francamente que era el mejor. Y, por miserable que sea tu actividad, siempre debe haber algo de gratificante en ser consciente de que no haya quien te aventaje.

A pesar de todo, de lo bien que se sentía ahora cada día, a cada instante, de saber que era la mejor versión de todos los papeles en los que se metía, de todos los seres que se proponía ser; a pesar de que se levantaba siempre con una sonrisa, se sentía terriblemente contrariado. Había querido más que nadie a su hermano. Sin embargo, hoy, ¿quién era su hermano? Ya no era nada. Y gracias a su nihil, gracias a su entierro, él había podido desenterrar su verdadera vocación. Esto sonaba cruel y grotesco, pero, ¿lo era? No lo sabía. O no quería saberlo. ¿Debía sentirse mal por ello? ¿Le estaba haciendo daño a alguien? Tan sólo a sí mismo, pero esto tampoco lo sabía.

No le importaba. Su nueva ocupación le absorbía hasta anularle el corazón. Poder consolar a otras personas que creía que le necesitaban con las aventuras y desventuras del Dragón era en lo único que pensaba y en lo que se esforzaba. Estaba muy ocupado y no perdía un solo segundo de su tiempo. Nada más le motivaba. No lo admitía, pero le atemorizaba la idea de tener que pasar las horas inmiscuido en cualquier otro asunto normal. Y le hacía tiritar tan sólo imaginar que le pudieran descubrir algún día y se tuviera que quedar sin poder hacer lo que más le gustaba en la vida. Se deprimiría.

Por todo, se tomaba su trabajo tremendamente enserio. Iba cambiando concienzuda y metódicamente de tanatorios y de cámaras. Tenía un calendario muy bien estructurado para repetir lo menos posible y lo más distanciado en el tiempo. Solía visitar mínimo unas diez salas al día. La organización le ayudaba a manejar el exceso de responsabilidad que sentía. Y lo malo de esta disciplina excesiva es que rechaza todas las alternativas sin necesidad de un porqué. No hay otra opción. Es la única manera de pasar los días. Ya está.

Los que le conocieron tal vez no supieron que estaban ante el mejor actor dramático de los siglos. Entraba con paso retardado. Se apoyaba consternado en la mesa que tuviera más a mano. Normalmente, alguno de los presentes, no muy cercano al fallecido, le socorría con un vaso de agua y unas pastas. Y con esta persona atenta, el personaje empezaba a maniobrar. Y, como siempre caía excepcionalmente bien, el socorrista le presentaba a un grupo que se aburría. Él, sin prisa, primero escuchaba. Luego, les hablaba de su hermano. Les contaba que había muerto. Les decía que a él lo había dejado muerto en vida. Les mentía.

Mas, unido a su enfática mirada, se hacía hipnótico el efecto de su mentira. Al instante se frenaban los ademanes de desconfianza, y se dejaban de otear esas frases rancias: “ya ha dejado de sufrir”, “la pena es para los que quedamos en tierra”, “estamos aquí para lo que necesites”, “por lo menos pudo disfrutar en el pueblo de sus últimos días” … da igual que a esa persona no le gustara el pueblo, o que ni siquiera se enterara ya de donde estaba. Es irrelevante si tú vas a estar o no vas a estar. No importa si en verdad te importaba o te daba igual. Es indiferente lo que sientas, el caso, es sentarse a la vera y aparentar. Lo propio, siempre, es decir algo. Parece que en todo lugar hay que decir algo. “Mi pésame”, “le acompaño en el sentimiento”, pero ¿qué sentimiento? Con lo bonito que es el silencio.

Su gemelo, cada vez, había muerto de una manera distinta. Sí, según le apetecía, en una sala podía decir que le había caído un suicida encima; en la siguiente, que si se había suicidado colgándose de una viga; en la siguiente, que lo había matado él a causa de un horrendo accidente imborrable (esta era la versión que más laureles recibía y que espoleaba a una mayor empatía entre la congregación); en la siguiente, que se atragantó con una naranja que, por no morderla y disparar su jugo, optó por embucharla entera; en la siguiente … las vías del metro, una exhibición de trampolín, un dragón de Komodo, una avalancha cuando estaba a punto de completar la mayor machada en las montañas … Cautivaba con su prosa asombrosamente despreocupada para contar tan escabroso suceso. Tenía una habilidad para esto. Y le suplicaban para que revelase los detalles más aberrantes, para que no se dejase nada en el tintero. Deseaban llevarse la imagen del cuerpo congelado, devorado o aplastado con claridad en su cabeza. Y al personaje le daba igual, pues él tan sólo actuaba y ese cuerpo no era el de su hermano gemelo. Pero ellos no lo sabían y, así, los contentaba al tiempo que le protegía y se protegía. Les daba de comer lo que pedían. No habían tenido bastante los sádicos cuando los diarios publicaron las imágenes de su hermano en sus brazos. Sólo tenían sensibilidad para lo suyo. Y, por lo visto, ni siquiera.

Después de desahogarse, no quería el gran personaje dejar a sus oyentes con tan mal sabor de paladar. Por lo que para dulcificar la despedida relataba las andanzas del Dragón, que hace poco que se había echado un mejor amigo, el Impala. Eran los dos terriblemente divertidos, una célebre pareja cómica a la altura de los tebeos más requeridos en los quioscos. De hecho, eran unos cómics que comenzaba a repartir antes de irse para que todos se llevasen un alegre recuerdo de él a sus hogares. Y como no hay nada mejor que nos pueda pasar que el hecho de que nos den algo gratuito, sea lo que sea, ¡aquello era una fiesta!

No obstante, en todas las fiestas se puede apagar la luz alguna vez para tornarse serias. Y aquí, el punto crítico de inflexión llegó cuando, un pequeño niño compungido, espontáneo le preguntó al actor, en la última visita de su día, la número diez en la sala tres del tanatorio norte, que cómo se habían conocido los famosos dos, el Dragón y el Impala, su inseparable amigo.

El personaje quedó un instante pálido, como un vampiro. Pasado el shock, recuperó su don de la palabra y todos mantuvieron el silencio y la admiración que hace tiempo que los había llevado a olvidar el motivo mismo de su visita. El personaje tenía La respuesta. Y con su grandilocuencia rápido tornó cóncavas las paredes del velatorio, metamorfoseándolas en las vísceras de ese Dragón cándido, enrevesado y fatal. El cristal, que da acceso visual a la momia, dejó de serlo para ser un espejo, en el cual se reflejan los restos de los asistentes al cuento.

El hermano, el Dragón y el Impala

Había una vez un adolescente que dejó de amar a su Dragón. Un sueño recurrente le producía tormento más allá de la noche. En este sueño, el Dragón al que amaba a sí mismo se devoraba. Empezaba por las alas y por la serpentina cola continuaba. El joven le pedía, ¡le suplicaba que parara! Pero no le hacía ni caso. ¡Ni le miraba! Ni a esto se dignaba mientras se seguía haciendo daño. Con la mirada puesta en el cielo, sólo le pedía que le dejase ir.

La soledad se alzaba como la planta de un Dragón que dejó de caerle tan simpático. Sus ojos, alegres que miraban al cielo de Barrio Sésamo, llorosos empezaron a dirigirse al suelo y, desde entonces, otearon al joven con algo de recelo, como amagando un juicio. A su Dragón amado sólo le faltaba el mazo.

Desde este momento, el muchacho, siempre que piensa en su Dragón, se lo imagina llorando. Por debajo de las gafas tintadas con las que tantos intentan disimular la resaca de la ansiedad y depresión de sus ojos, enrareciéndose así y haciendo de su rostro uno todavía más siniestro. Apagándose.

Sí, sabe que es raro, sabía que esta criatura no existía, pero él creía que sí, y él había sido su amigo. Su mejor amigo. ¿Por qué ya no es nada? ¿Por qué esta nada le hace sufrir? Y lo peor no es la nada, sino ser consciente de la nada. Ahora, todas las mañanas, de camino al instituto, pasa corriendo por delante. Y no lo entiende. Cuando era pequeño no le daba miedo. Se tiraba una y otra vez por su tobogán jugando al pilla-pilla. Esto sí, jugaba solo.

No le gustaba en absoluto estar con otros niños y, si veía que uno se subía a su Dragón, se escapaba raudo a sentarse en el banco de al lado. Paciente, esperaba a que se fuera, o a que se fueran. Parecía un banco construido a propósito para sostener éstas, sus largas esperas. A veces, era toda una horda la que, desapegada, abordaba a su amigo alado. Muchas veces, por su parte había intentos de retorno al juego fallidos. Pues se iban unos y, según enfilaba ilusionado y triunfante a recuperar a su queridísima mascota gigante, otro atolondrado pesado irrumpía en la escena derivándole de nuevo condenado y sin remedio al ostracismo de ese asiento, por su paciencia desgastado.

Todo esto le daba una inmensa rabia. Tener que resignarse a ver, una y otra vez, impotente, cómo lo maltrataban. La maldad de los niños puede ser tan impactante como su bondad, tan aguda como su inteligencia.

Cerraba los ojos y daba igual, porque seguía escuchándolos. A todas horas, berreaban como salvajes. Todavía hoy los oye, sus guerreros alaridos. Pues no tenían ningún cuidado en su divertimento: se colgaban de sus colmillos con intención evidente de romperlos, le propiciaban patadas impulsadas por la ira, le pintaban garabatos encima … así era como pasaban el rato. Así es como las personas muchas veces pasamos el rato, metiéndonos unos con otros, machacándonos. “¿De quién podrán cuidar estos pequeños asilvestrados cuando crezcan?” se cuestionaba, “¿a quién querrán de verdad?” Los que no tienen imaginación ni sensibilidad alguna se esmeran en destrozar y arruinar todo lo que podría hacerles volar por encima de sus ruinas.

Él, mientras tanto, se pudría en ese banco, esperando. De la rabia pasó al odio, y en un ser odioso para sí mismo se transformó. Aguantando en dolor a flor de piel con el amor gravemente herido. ¡Por esos bellacos que no dejaban en paz a su amigo! Que no entendían que ese gran Dragón para la guerra no había nacido. ¡Acaso no le miraban a los ojos! La cara de bueno que tenía. Está claro que no, porque de mirarlo no se hubiesen atrevido a mancillarlo. No si lo hubieran mirado como él lo hacía.

Tanto lo insultaban … a aquél a quien él había puesto hasta un nombre: el Impala. Tal vez no fuera el apelativo más apropiado, pero por aquel entonces no lo sabía. No tenía ni idea de lo que era un “impala”, simplemente le sonaba bien. Cuando su madre repetía una y otra vez esta palabra, su mente repetidamente con un dragón lo asociaba. No un dragón cualquiera. Era ese Dragón con el que se podía hablar, en el que se podía descansar. Porque merecía la pena, desde luego que merecían la pena las pocas ocasiones que conseguía con su aguante quedarse a solas con él. Eran mágicas.

Al comenzar, se limitaba a jugar al “corre que te pillo” huyendo de su sombra, que le perseguía sin fatiga tobogán abajo y tobogán arriba: descendía por la rampa de sus intestinos, salía por la puertecita de su vientre y volvía a entrar trepando de dos en dos la escalera de sus fauces. En alguno de estos altibajos, para intentar despistarse a sí mismo, subía por la rampa y bajaba por las escaleras. No le importaba que de repente uno de los villanos llegara por el otro lado para bramarle que si era tonto, que si no sabía jugar. Porque él sí que entendía cómo se jugaba. Lo tenía muy claro. Es más, era el único que lo sabía. Los demás sólo vociferaban.

Y el pequeño fue creciendo y consigo estas fantasías, que eran cada vez más preciosas. Esto sí, cada vez más raras también. Imaginaba ser el protagonista de La Historia Interminable y en la misma se deleitaba. Volaba por la serie preferida de su madre. Su hermano no llegó a ver el último capítulo. Con su dulce voz la madre explicaba al hijo que así tenía que ser. Si era interminable, nunca jamás de los jamases podría acabarse. “Es infinita, hijo mío, no tiene fin, como mi amor por ti. Puede cambiar, puede ser más o menos fuerte, puede que a veces desees que no fuese… pero acabarse no puede. Es su naturaleza, la de la infinitud. El dolor no se puede finalizar. ¿Entiendes? Tú vivirás por siempre”. El pequeño no comprendía nada, pero respondía que sí. Al fin y al cabo, lo entendía un poco más, o al menos le parecía más bello que esa obsesión absurda de su madre con el impala. Tan sólo meditaba en que, si la idea de la muerte ya a su corta edad le agobiaba, ¿no lo haría más la de una existencia sin final?

En su casa, de postre casi sólo se comían magdalenas, y continuamente las mismas. Sólo los días especiales en que tenían alguna visita las dejaban para la merienda y la madre servía piña en almíbar; el resto, eran magdalenas. Pero, aunque parezca que no, todo era fruto del raciocinio. Dentro de la locura desmedida, había un sentido. Existía un motivo intrínseco para aquellos bizcochitos. Porque se trataba de pequeños bollos envasados y, dentro de los envoltorios, venían unas pegatinas de animales: el tigre, la jirafa, el elefante, la cebra, el orangután… el impala. Y, quien consiguiese la colección entera, quien se hiciese con la secuencia completa, podría intercambiarla por una suma de dinero que no se sabe si hubiera podido suplir el descontrolado gasto que llevaban ya con las dichosas magdalenas. La expectativa de que te toque algo, cualquier cosa, es una de las inquietudes que más retraso y bloqueo nos generan. Pero ahí está, sobreviviendo a la inteligencia.

El caso es que el escurridizo impala no salía nunca. Nunca salió. Fueron en vano todos los rezos a las estampitas de San Antonio … sin embargo, es embriagador saber cómo a pesar de ello su madre jamás le perdió la devoción al susodicho santo. Tal y como el héroe, que no deja de serlo, aunque te falle mil y una veces. Tal y como el maltrato psicológico, al que es tan difícil una y otra vez no volver si el maltratador así lo quiere.

El impala era el único animal que les faltaba y la madre estaba tan emperrada en conseguirlo que se sollozaba sin cesar a cada intento que no lo lograba; osea, cada vez que abrían una magdalena. Aparecía otro mono, otra hiena riéndose de los dos. Pero no era gracioso. Al pequeño le entristecía muchísimo porque su madre le acusaba a él. Le aseguraba que esto les pasaba por su culpa, que a la mala suerte atraía. Estaba convencida. Todo había sido por su culpa. Quizás sea por esto, que el niño escarbaba en busca de tanto consuelo en el fondo, insondable para otros, de aquel simpático Dragón. Se llevaba a escondidas a su cavidad las eternas magdalenas y se las merendaba mientras escribía cuentos de evasión. Se trataba de unas tiras cómicas en blanco y negro, con figuras alargadas que se prolongaban y estiraban en su aspiración de imitar al Greco sin salirse del recuadro. Historias sobre impalas con aspecto de dragón que se querían, que nunca estaban solos. Siempre de dos en dos los dibujaba, como parejas cómplices. Como hermanos bucólicos, conocían el amor.

Aunque le costara dibujar caras contentas, por dentro eran felices y esto lo hacía notablemente visible anegándolos de cuantiosa luz en el pecho y en el vientre. En esto se ocupaba, en esto se consolaba al tiempo que no podía evitar llorar literalmente como una magdalena. El pobre casi se atragantaba. Pero tranquilos, no lloren ustedes más porque estas gotas de sal no eran de un alma desolada, sino de estar henchido de la emoción que le comunicaban las idílicas escenas que con tanto aprecio reproducía y hacía brillar. En una especie de égloga pastoril, con impalas en lugar de pastores.

Hoy, no culpa a su madre, no siente rencor. Sabe que ella también dibujaba a solas esas horas en casa. ¿Qué les pasaba? ¿Por qué no se daban afecto? Podían hacerlo, tenían la oportunidad y no. La soledad eligieron. El Impala nunca salió.

Fin del hermano, el Dragón y el Impala

El peor momento de la jornada era cuando tocaba irse del tanatorio a descansar. Tenía que asumirlo. No más tanatorio hasta el día posterior. Para cualquier otro, esperar tan sólo una noche no supone más que una minucia. Sin embargo, en su caso, volver a casa solo le daba pavor. Empezaba a temblar sólo de pensarlo. Todo se le abalanzaba encima. Se acababa su confianza, de súbito se venía abajo como un edificio pesado. Le daban palpitaciones al corazón. Se imaginaba como a un pobre hombre menguante, cayendo boca arriba, demacrado, a cámara lenta, a un pozo negro por adentro de su mente … intentando desesperado y en vano, con estiramientos grequianos de los dedos y brazos, asirse a alguna de las cuencas de sus ojos, de una luz dual cada vez más diminuta.

Es por esto que no volvía a casa, sino que lo hacía al vientre de ese Dragón suyo empapelado por las pegatinas de animales que, por repetidas, le sobraron. Donde, en posición fetal, vulnerable y atribulado, se sentía algo cobijado, arropado por esta postura de recogimiento plena. Mientras, acompasada con su quietud, en su cabeza escuchaba la voz de su hermano, que le reiteraba en bucle que él no se mató, que él no era un “yonqui”, que no fue una sobredosis, que fue el Dragón. Éste le mordía con los colmillos que le dejaban las marcas tan parecidas a las de una jeringuilla. Y repetidamente el personaje le respondía en voz alta que su Dragón no fue, ¡que su Dragón les cuidaba!

La voz de su hermano

Está bien, hermano. No me grites. Si lo quieres saber y te calma, te diré de nuevo cómo fue. No fue el Dragón. Fui yo. Hermano mío, perdóname otra vez, me hice daño. Me devoré empezando por la cola con la que te asfixié hasta acabar contigo de la impotencia y la pena. Tú, que luchaste hasta el final por mí, por sacarme de mi adicción, no merecías esto. Y al verme en tus brazos, en la barriga del Dragón, en un último sacrificio me cediste tu organismo. Permitiste que perviviese en ti y heredaste mi psique. Mi dolor y recuerdos con madre, pasaron a ti. Pero, a la vez, tú dejaste de existir en ellos. Es a ti a quien ella ha enterrado. Es por esto que tú no apareces en la historia, porque soy yo el que vive por ti. Es por esto que tengo que jugar solo al escondite. Me legaste tu ser y eres tú el que ya ni vive ni vivió. Por esto es que madre llora sin saber por qué. Por esto no me quiere, porque no me puede querer, porque te echa mucho de menos pero no sabe quién eres. Eres una especie de trauma genético nuestro, que existió puede que en un espacio y tiempo paralelos. Un pliego del universo, un diminuto agujero negro gestado en el vientre materno de nuestra Dragona. Sólo yo te recuerdo, por la conexión que tenemos, porque abandonaste tu esencia para que yo la ocupase en ese momento. Tan sólo eres mi más bello recuerdo. Pero no sé dónde estás. No sé si te quedaste allí, o estás aquí. Te siento, mas no te encuentro en ningún lugar de mí.

Soy yo el que te llora, el que no soporta haberte perdido. El Impala es el hermano que el Dragón nunca tuvo, eres tú. Por esto madre se duele tanto. Porque nos abandonaste. Por esto yo te dibujo. Pero da igual que te pintemos acompañado que el Dragón siempre está solo, como lo estoy yo en su interior. Por mucha compañía que tenga el Impala, nosotros no podemos volver a estar juntos, porque tú no estás. Porque quiero que sigas vivo en nuestras aventuras, pero siempre vuelvo a casa solo porque el Impala nunca salió. Ninguna de éstas es su pegatina. Dan igual los aplausos que reciba, que nunca son por lo que quiero. Que en mi talento sólo ven a un Dragón y un Impala, un ser mitológico y un antílope. No nos ven a nosotros. Y a pesar de todo sólo quieres volver al tanatorio.

Yo sé por qué te encuentras ahí tan bien, por qué no te concibes en ningún otro espacio. Porque ha pasado mucho tiempo, pero todavía sigues velándome. Porque aún sientes remordimiento. Porque sigues pensando que no fui yo, sino que fue el Impala. No fue el Dragón, fuiste tú. Fue por tu culpa, que nos dejaste solos. Al menos podrías colaborar un poco comiendo alguna magdalena… No me contestes, lo sé. Estás tan esclavizado por tu trabajo que sólo puedes escucharme, pero no hacer nada. Ya lo sé. No tienes tiempo para nada ni nadie más. Y no te arrepientes de esto. Muchos se esclavizan para olvidarse de que van a morir. Tú, funcionas al contrario, lo haces para recordármelo.   

Te dejo en paz. Descansa, mañana entierran al Dragón.

FOTOS: Samuel Martín

TEXTO: Sergio Carro