“-Yo pienso -contestó Anna, jugueteando con uno de sus guantes- que si hay tantas opiniones como cabezas, hay igualmente tantas maneras de amar como corazones.”

Anna Karénina, Lev Tolstói

Contraportada del libro Sobre la forma divina de amar:

El renombrado maestro Don Amor escribió, tras años de experiencia y meditación en las montañas, esta deliciosa obra que profundiza con sutileza en la manera correcta de mostrar el amor. Al ir pasando los miles de páginas que componen el volumen nos vamos dando cuenta
de la inmensa sapiencia del autor, que por nadie ha de ser discutida.

Este inmenso libro, del que toda persona habría de tener como mínimo un ejemplar, nos acerca a la verdadera felicidad, aquella que llega tras comprender y ejercitar la buena forma de querer. Dicha forma viene especificada en una serie de normas para el galán y la dama que el Gran Interpretador nos supo resumir al final de cada capítulo. Estos sumarios nos ayudan a aprehender cada detalle de cariño escondido en la prosa de esta majestuosa obra.

Así pues, el Gran Interpretador ha revelado todo el sentir de Don Amor en su mundo divino, y le ha regalado a la raza humana la que es, y siempre será, su obra más preciada y cuidada.

Una obra de esta talla debe ser respetada con la mayor de las reverencias, quedando expresamente prohibidos los sueños con cualquier otro tipo de amor extraño, dañino y, por derivación, maligno.

El sentir e imaginación intensos de Pablo:

En aquella noche quise contemplar el lejano cielo una vez más antes de acostarme. Mi mirada traspasaba suave las cortinas de la ventana y se alzaba hasta quedar atrapada por la oscuridad. La esperanza volvía a la vida dentro de mi ser. En mis ojos se podía distinguir la luz
del que espera el inicio de una eternidad, de la eternidad a su lado. Mis venas ardían, temblaban mis labios, y de mi débil pecho escapaba el fuerte latido de mi corazón. Volvía a ser víctima de un deseo inefable que nunca supe cómo saciar. Quedé inmóvil, lleno de nervios, en
un estado casi febril.

Buscaba algo en la espesa negrura, mas no alcanzaba a ver nada. La duda y la incertidumbre más hermosas me llenaban, me hacían presa del misterio latente que llevan. Mi ser se impacientaba. Al igual que en pasadas noches, el firmamento permanecía desierto, en
triste calma, en irritante silencio…

Y de pronto sentí dolor y a mi corazón lo invadió una pena inmensa. Dejé de pensar y esperé a que se calmase el latido.

Pasados unos instantes volví la vista a la habitación de mi querida Helena. Yo estaba tumbado en su regazo. Durante años había paseado con ella y siempre la había amado con el afecto correcto en el que me habíamos sido educados. Pero hacía días que no podía seguir amando así, algo había cambiado en mí, a la vez que en ella.

Estando sumido en estos pensamientos, mi luz se fue apagando hasta que me rendí al sueño. Esa noche soñé con un amor completamente distinto al que me habían enseñado, al que había leído en las leyes del Gran Interpretador. Soñé con una ternura insólita, que sobrepasaba todas las leyes, y que a un insólito paisaje me trasladó.

Cuando desperté vi al Gran Interpretador junto a dos de sus gigantescos cuervos. Habían entrado en la habitación para llevarme preso. Helena estaba arrodillada entre los cuervos, mirándome con una lágrima tendida en los labios. Me hubiese gustado pedirle perdón, pero no lo hice, no quise.

Ahora sobrevivo en la jaula en la que me encerraron por haber soñado y sentido un amor extraño. No cumpliré la condena hasta que no haya olvidado al completo ese recóndito paisaje. ¿Cómo haberle hablado a Helena de este amor, de este paisaje? ¿Cómo decirle que ya
no podía amarla más en esta Tierra?

¡Oh, Helena! ¡Cuánto echo de menos la ternura que sentía por ella!

Es la ternura que se desborda y empapa los sueños prohibidos, que me une y me separa de ella enviándome a esta jaula del olvido. La ternura que habita en las almas, que a veces produce un agobio terrible y de la que poco se habla, pero que incluso en soledad da sentido. Ya casi no recuerdo la visión de ese campo al que me llevó, mas la intensa sensación que producía sigue presente en los ricos olores de la hierba y la tierra mojada, y de los prados y olivares que a menudo me asaltan. ¡Una sensación y una emoción que mantiene mi cuerpo
enjaulado!

No sé cuánto tiempo habré pasado encerrado y repudiado en este paupérrimo estado. Obligado estoy a enterrar en esta prisión todo el recuerdo del amor extraño. Ojalá que cuando yo ya no pueda sentir más allá de lo escrito y me permitan volver con Helena, ella entienda por qué no quise pedirle perdón, y sepa que jamás la soñé tan bella como en la noche de los cuervos.

TEXTO: Sergio Carro

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